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Todos somos raros

Las etiquetas las ponemos quienes nos consideramos normales o formamos una mayoría poderosa. En el fondo, de forma automática creamos un sistema de supremacía moral de unos sobre otros.  Esas etiquetas y prejuicios son nuevas formas de abuso de poder de los que nos creemos “normales”.  

Ciertamente, las personas no somos clones unas de otras y a la vez todas portamos la misma y radical dignidad que nos iguala. Pero con facilidad nos asaltan una serie de sesgos inconscientes que llevamos grabados en nuestro interior. Importa, pues, romper etiquetas. Pero antes de ello es fundamental que nuestros sesgos inconscientes pasen a ser visibles y conscientes, que descubramos nuestros pensamientos que arrinconan a las personas discapacitadas, aunque no tengamos intención de hacerlo. Los sesgos juegan esa mala pasada y se trata de desvelarlos.

La discapacidad es diversidad

Toda discapacidad es una forma de diversidad. La activista afroamericana Verna Myers, afirma: “diversidad es que te inviten a una fiesta; inclusión es que te saquen a bailar”. En otras palabras, diversidad es saber que tú estás ahí; mientras que inclusión implica, además, que cuenten contigo y que participes activamente. El primer paso de la inclusión es reconocer al otro como un otro que encarna una singularidad sagrada, que no está supeditada a ninguna clasificación o juicio. Cada ser humano es un fin en sí mismo, aquello que no podemos ni debemos reducir a objeto ni relegar a un rincón. Por eso, una tarea educativa primordial es que los periféricos que nos cuesta ver ocupen el lugar central, y que la diversidad existente sea vivida como la riqueza que permite tratar a cada cual como un sujeto portador de derechos. Cada persona no solo revela su dignidad, sino que nos trae su sabiduría, su experiencia vivida y su caudal de conocimiento.

Al enfrentar la discapacidad, la diversidad constituye un punto partida y la inclusión nos sitúa en el horizonte de llegada; y solo llegamos trabajándola y haciéndola viable. Al dato de la diversidad hay que añadir la carga ética de esa diversidad comprendida como riqueza para la convivencia donde lo múltiple sobrepasa a la mirada que uniformiza y estigmatiza. Pero no basta; hay que completar este puzle con otro valor ético complementario: la inclusión efectiva y real.

Distingamos inclusión de integración

A veces confundimos inclusión con integración. En la integración solo se mueven las personas que consideramos diferentes y en ellas recae el peso de esa “integración”. La inclusión necesita del concurso de todos; no hay personas diversas y, por otro lado, el resto. Todos somos iguales y diversos. Como escribía Raquel, “raros somos todos”. ¿Que significa esto? Sencillamente, que la inclusión nos descoloca a todos, porque nos permite mirar de otra forma e identificar etiquetas y prejuicios. Pero, sobre todo, nos recoloca existencialmente y espacialmente. Quedan recolocados los espacios urbanos, las informaciones escritas a través de la “lectura fácil, la rotulación en braille en los ascensores y tantos otros ajustes que conforman la accesibilidad como el nuevo nombre de la inclusión. Poder acceder es sentirse dentro.

La inclusión es la construcción de un nosotros polifónico. Todas las voces son importantes, todas las discapacidades abren una hendidura en la roca de la homogeneidad en forma de nueva posibilidad para una convivencia felicitante. Donde yo no llego llegas tú, y al revés. Todos recorremos caminos sorprendentes cuando contamos unos con otros.  Tras cada discapacidad asoma un nuevo tipo de capacidad que hemos de saber apreciar. Más aún: “ya no se trata de mirar al otro con nuestros ojos, sino de mirarnos a nosotros con los ojos del otro”, escribe García Roca. Necesitamos reivindicar e intentar comprender todos los puntos de vista, sin juicios ni autosuficiencia. Nos encontramos ante una recolocación mental, física y económica, porque precisa de recursos y apoyos para poder llevarla a cabo. Y, con todo, no bastan las leyes; la conciencia ciudadana deberá permanecer atenta y activada.