Del miedo a la esperanza
Marzo - Abril 2021
Alegato contra la desesperación
Es difícil encontrar a un ser humano que no espere nada, ni siquiera su muerte indolora. El esperar como el amar y el creer se dicen de distintas maneras. La esperanza es una disposición anímica, una virtud humana, además de virtud teologal. Existe un campo de intersección entre las esperanzas del creyente y las del no creyente, pero las esperanzas propias del creyente no pueden identificarse, sin más, con las del no creyente. Existe un cuerpo doctrinal propio, un esperar distinto que marca un hecho diferencial.
Desde un punto de vista filosófico, se distinguen las esperanzas intramundanas de las trascendentes. Tanto creyentes como no creyentes esperamos que la Humanidad aprenda de sus errores del pasado, que haya más justicia social en el futuro, que no haya hambre, ni guerras, ni terrorismo; esperamos que las generaciones venideras sean más cultas, más civilizadas y más fraternas que las que les precedieron en la historia. Todo este cuerpo de esperanzas forma parte de las intramundanas, porque están dentro de los límites de nuestro mundo.
Más allá de las esperanzas individuales, las que cada ser humano se cuenta a sí mismo, existen esas esperanzas colectivas que comparten todos los hombres y todas las mujeres de “buena voluntad”, indistintamente de sus creencias y sus opciones políticas.
Esperanza activa
La esperanza va íntimamente unida a la acción. El que espera, se pone en movimiento para hacer realidad eso que espera. La esperanza, correctamente entendida, no es pasividad, ni quietismo; es fuente de acción, fuerza motriz. Quizás nunca se hace totalmente realidad esa utopía que uno espera, pero, mientras actúa a favor de ella, la rueda de la Historia se mueve.
La esperanza radical se opone al absurdo. Cabe esperar que la Historia tenga algún sentido. Es legítimo creer en ello. Cabe esperar que las luchas a favor del bien tengan algún valor. No se puede verificar que será así, cuanto menos desde nuestro presente. A pesar de la absurdidad que reina en muchos acontecimientos históricos, es viable esperar que, al final, todo haya tenido algún sentido.
La creencia se opone a la descreencia y el amor al odio. La esperanza se opone a la desesperación. La desesperación es una enfermedad del alma que tanto creyentes como no creyentes deben combatir. Nadie está libre de ella; nadie es inmune a ella; como la peste de Albert Camus, puede recobrar vida si las condiciones lo hacen posible.
Jesús se desesperó en Getsemaní. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En ese grito se manifiesta, con plenitud, la humanidad del Hijo de Dios. Gritó con desespero, experimentó el vacío, la noche, la soledad, el abandono, el fracaso de su vida.
Esperanza y posibilidad
Solo el que ha descendido al infierno de la desesperación, puede apreciar el valor de la esperanza; solo el que se está a punto de ahogarse, se da cuenta del valor que tiene el aire. La esperanza es el verdadero antídoto de la desesperación y ésta consiste en vislumbrar alguna posibilidad ahí donde nadie es capaz de ver ningún posible.
La desesperación es una posibilidad; nadie está exento de sucumbir a ella. Consiste en no esperar nada, en sucumbir al fatalismo.
La desesperación conduce a la muerte. Cuando uno ya no espera nada, ya no tiene ningún motivo para vivir, tampoco tiene ninguna razón para luchar y para cargar con las dificultades de la vida.
Para el desesperado, el mundo es una habitación oscura sin ventanas ni puertas; un espacio asfixiante donde falta luz y aire. La desesperación es la negación de toda posibilidad. Cuando uno llega a la conclusión que no hay nada que hacer, que, se haga lo que se haga, nada puede cambiar, desciende al infierno de la desesperación.
El ser humano se ahoga en el tiempo y en el espacio, aspira a trascenderlos, a salir de la habitación oscura para indagar lo que hay más allá de ella. No se contenta con la resignación estoica, tampoco con la puntual evasión hedonista.
Por cómoda que sea aquélla, no le basta esta estancia. Lo finito anhela lo infinito. Cuando llega a la conclusión que todo es finito, que no hay nada más que tiempo y espacio, que todo tiende, por definición, a la descomposición orgánica, se desespera, porque desea más vida y más plenitud.
Nada puede suplir, nada puede colmar, ni satisfacer esta carencia. El ser humano está hecho para lo eterno, para participar de la eternidad; lo anhela desde el fondo de su ser, de tal modo que nada de lo que le ofrece este mundo, colma este deseo esencial, su más secreta aspiración.
Confianza en el futuro
El ejercicio de la esperanza, tal y como lo entiende Gabriel Marcel, significa una confianza serena en la realidad y en la persona. Según el filósofo francés, la verdadera esperanza se da en el amor personal. No es la espera pasiva; como quien espera que llegue el autobús desde la parada; es movimiento hacia el horizonte de liberación.
La esperanza es la virtud del futuro, lo mira atentamente y lo encuentra abierto, mientras que la desesperación lo encuentra cerrado. No es la negación del presente, ni la transformación del mismo en un puro prólogo del futuro o en un epílogo del pasado. Es la afirmación del presente, pero no de un modo desesperado, como si sólo hubiere presente; sino desde la confianza de que el trabajo y la fatiga de la hora presente no se pierden para la eternidad.
En la postmodernidad se sacraliza el instante, porque el pasado se olvida velozmente y el futuro no existe. Lo único que se vislumbra es un presente que se desvanece. El afán de experiencias fuertes, el anhelo de sensaciones intensas, de placeres de todo tipo, obedece a este fin: agarrarse al presente pues es lo único que hay, agarrarse a él como a un clavo ardiente. El carpe diem horaciano se transforma en un desesperado movimiento cuyo fin es inmortalizar el presente.
La esperanza no es una fuga de los dolores del mundo, de las barbaridades de la historia. El más acá es el lugar de la encarnación, el campo de realización de la vida humana. Dios trascendió el más allá para hacerse presente en el más acá; lo que significa que en el más acá hay destellos de eternidad.
Motor para la eternidad
La esperanza es el motor de la historia; quiebra el círculo fatal que da vueltas sobre sí mismo, apunta a una posibilidad que está más allá de lo ocurrido, que no es la repetición de lo mismo, sino la irrupción de algo nuevo, de lo que todavía no había acontecido, que ninguna mente humana puede imaginar.
Ahí radica la esencia de la esperanza: la confianza en que lo nuevo pueda acontecer, en que lo eterno se pueda hacer presente en el tiempo. Por eso, la esperanza, en sentido estricto, trasciende el mero cálculo de probabilidades, el terreno de las expectativas racionales.
La esperanza no es la caída en la irracionalidad, pero sí la confianza en que lo que está más allá del campo de comprensión de la razón, puede tener lugar.