Duelos
Noviembre - Diciembre 2024
Lágrimas y silencios
Las lágrimas son el lenguaje universal del sufrimiento. Son la reacción instantánea frente a la pérdida. Llorar no es un acto premeditado, ni voluntario. Las lágrimas manan cuando la pena inunda el corazón.
Consolar es dejar llorar al otro. Es soportar esa visión sin juicios, ni condenas. Con demasiada frecuencia, el miedo a lo que dirán, a ser juzgados o, incluso, a ser considerados débiles nos hace resistir al llanto. El superyó actúa implacablemente y censura la espontaneidad del deseo.
Las lágrimas son saludables, por eso no tiene sentido avergonzarse por el hecho de llorar, ni es necesario buscar excusas a la hora de hacerlo. El modelo de ser humano hierático, duro, incólume a las emociones, es artificial y grotesco, pero pesa aún, como una losa, especialmente, sobre condición masculina. La voz del superyó resuena dentro y exclama: Los hombres no lloran.
Lágrimas, del llanto a la esperanza
Cuando el llanto se instala en la vida, es un indicio de malos presagios, pero cuando la risa es omnipresente y ninguna desgracia, ni pérdida la borra, algo chirría. Si la vida es ondulante, también lo son los estados de ánimo.
Hay lágrimas que manan por dentro y lágrimas que manan por fuera. Los más entrenados en el arte de la simulación, esconden en la interioridad sus penas, pero no pueden evitar formar grandes ríos subterráneos. Siempre hay una brecha, sin embargo, un acto fallido, por donde vislumbrar el paisaje que se esconde dentro. Y, entonces, flota la verdad.
Los más diáfanos y transparentes, en cambio, muestran, en la geografía de su rostro, lo que sienten y no tienen pesar al mostrar los ríos de lágrimas que bajan boca abajo.
El ojo es el intersticio que comunica la exterioridad y la interioridad. Es la gran ventana para llegar al fondo del ser. Mirar a los ojos de alguien es asomarse a un abismo. Por eso, hace falta mucha audacia.
Epifanía de la pena
La lágrima, tanto externa como interna, es la epifanía de una pena que brota de dentro. Las lágrimas acompañan el transcurso de la vida humana. Hay lágrimas al principio, cuando somos separados del seno materno, lágrimas, mientras crecemos luchamos y, lágrimas al final, cuando debemos despedirnos de los seres queridos y de los paisajes que nos han configurado.
Dice san Agustín que las lágrimas son la sangre del alma, pero limpian la mirada y purifican el corazón. Llorar es consolador, incluso, causa un cierto placer natural.
Consolar es secar las lágrimas. Hay verdades que hacen llorar. Son las que nadie quiere escuchar, pero que tarde o temprano llegan. Es fácil caer en la tentación de no decirlas o de maquillarlas para no herir al otro, pero al hacerlo se sucumbe al paternalismo.
Las verdades difíciles se clavan como un dardo en el alma y, como reacción, caen las lágrimas a corazón qué quieres. Cuando la triste noticia llega a nuestros oídos, una extraña metamorfosis tiene lugar en el seno de nuestro ser. La pena, que es intangible y emocional y que no ocupa espacio, se traduce en una avalancha de gotas de agua salada, en suspiros y sollozos.
Las lágrimas muestran lo que no somos capaces de decir. Son la cristalización de la melancolía, pero, a su vez, la condensación de la fatalidad.
Quien te quiere, te hará llorar, pero también secará las lágrimas. Las lágrimas aquietan el corazón herido, pero no se secan con argumentos ni con silogismos.
Las despedidas hacen llorar, pero en toda despedida subsiste, clandestinamente, una brizna de esperanza, la fe en un nuevo reencuentro.
Silencios y el consuelo de la escucha
Cuando lo que vamos a decir, no tiene ninguna garantía de que mejore el silencio reinante, es más sensato permanecer callado. A veces, un chorro de palabras, en lugar de consolar, activa, aún más, la pena, el desconsuelo y la soledad. No es suficiente con la buena intención, es necesario anticipar el efecto que tienen las palabras. Hay silencios más expresivos que mil palabras.
El silencio es la perfecta expresión del valor del respeto, por eso, frente al cuerpo del difunto, se impone el silencio.
El silencio interior es la condición indispensable para escuchar la voz del ser querido, para abrir el baúl de la memoria auditiva y dar vida a los recuerdos atesorados. Es una ocasión inquietante, porque, sin movernos del lugar en el que estamos, viajamos lejos a través del tiempo y de los espacios.
El arte de consolar exige la tensión dialéctica entre la palabra y el silencio. Hay que saber decir y saber callar, pero también es necesario mostrar lo que sentimos. El mostrar se articula a través del lenguaje del cuerpo, del rostro y de las manos. No hay un manual que explique cuándo hay que callar en la vida, ni cuándo hablar, pero, en cada ocasión, se hace diáfano si se está realmente presente.
El arte de callar
Callar y estar ahí: he aquí las dos fórmulas magistrales en el arte de consolar al afligido. Estar no es fácil cuando no se sabe qué decir, ni qué hacer. La tentación es huir corriendo y romper el silencio con alguna palabra banal. La grandeza moral radica en persistir.
Este silencio es la condición indispensable para la escucha. Llega un momento en que el afligido, después de llorar amargamente y de suspirar mucho, siente la necesidad de vaciar la pena que estalla en su pecho. Es entonces cuando el silencio de su receptor hace posible su liberación.
Entre la vida y la muerte
La vida transcurre entre dos silencios: el de antes de nacer y el de después de la muerte. Dentro del claustro materno, quien nacerá no habla. Se mueve, se nutre, se ensancha, pero no emite palabras. No sabemos lo que siente, no sabemos lo que quiere. Todo el mundo está a la espera. Llega al mundo y llora. Luego, por mimesis, aprende, poco a poco, a hablar.
Una vez que el ser humano llega al final de su vida, exhala su último suspiro y se hace el silencio. Ya no hay más palabras, ni suspiros, ni confesiones. Solo silencio. Ese silencio es profundamente enigmático.