Humor saludable
Julio-Agosto 2010

La sonrisa de Daniel

José Mª Cabodevilla, en su libro El cielo en palabras terrenas, dejó escrito que los humanos parecemos más hechos para expresar la tristeza que la alegría, más la pena por la ausencia que el gozo de la presencia, más lo que falta para ser felices que lo poco o mucho que tenemos para serlo. Hartas pruebas de ello nos da el arte, el grabado en la piedra y en los lienzos. Y nos hacía notar el hecho extraño o llamativo de que en el espléndido Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago solo uno de los beatamente glorificados, el profeta Daniel, nos regale una hermosa sonrisa (algunos dicen que pilluela, por otros motivos), muy propia de quien ha alcanzado la cúspide de la dicha imaginada e inimaginable.
Por Francisco Álvarez, director de Humanizar
Por nuestra memoria visual desfila un variadísimo muestrario de imágenes, escenas, representaciones, de carácter religioso, en las que abundan otras actitudes, poses, estados de ánimo, emociones. No estamos acostumbrados a decir el cielo en palabras terrenas. Quienes han intentado reflejar visiblemente los misterios de la vida, captados desde dentro, encuentran que sus tallas no dan la talla, que los rostros siguen siendo de carne y hueso aunque hayan sido transformados en la gloria. Con frecuencia lo bello y sublime parece coincidir con lo serio, lo severo, lo adusto, lo solemne. ¿Hemos visto alguna vez sonreír al Jesús de Nazaret de nuestra riquísima imaginería? ¿No sería muy propio del Evangelio -que es buena noticia- poder verle soltando alguna que otra carcajada, tan solemne como sonora? Tampoco resulta fácil encontrar un vía crucis que termine más allá del sepulcro, es decir, en la gloria de la resurrección. La cruz es más plástica y tangible, de carne como nosotros aunque ensangrentada, incluso más real. ¿Puede haber alegría después de ella?
Encuentro, sin embargo, arriesgado y poco certero insistir demasiado en esta cara de la realidad. Seguramente faltan sonrisas en los innumerables danieles, pero no escasean los motivos para la alegría. Hay que admitir que el cristianismo no ha alimentado demasiado la veta del gozo de ser cristiano y de vivir como tal. Hasta se puede decir que se ha olvidado en exceso que el "estado natural" del cristiano debería ser todo lo emparejado con la sonrisa, y, por supuesto, con la alegría. Aunque este mundo siga siendo un valle de lágrimas, para unos más que para otros, claro.
Volviendo al arte y dejando de lado las sonrisas, todos hemos podido admirar, vibrar, conmovernos. contemplando rostros serenos, rezumantes de una paz contagiosa, bellezas que seducen, miradas que atraen y sugieren, semblantes marcados por las huellas imborrables de la entereza. El gozo interior, la armonía interna, la coherencia con uno mismo, los remansos interiores donde cada uno encuentra sosiego., no se traducen necesariamente en otros tantos danieles. Más que la alegría exteriorizada importa saber dónde está la fuente y cuáles pueden ser las claves que la hacen manar y correr.