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Aporofobia, el rechazo del pobre

Aporofobia:“Dícese del odio, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado” (del griego aporos, pobre y fóbeo, espantarse).

El rechazo al pobre tiene unas características particulares diferentes de otros odios o fobias. Se produce porque “el pobre” no puede ofrecer nada, y en una sociedad mercantilista, todo se compra y todo se vende, y el que no produce es repelido. No es xenofobia, ni racismo, pues no se rehúsa al extranjero o al de otra raza por ser lo que son, sino por ser pobres. El que es rico recibe todos nuestros parabienes. Así, el cantante, deportista o el profesional que puede ofrecer “algo” no importa que sea de otro país o de otra raza para ser totalmente aceptado. Lo que se rechaza, pues, es el no tener nada, no poder ofrecer algo, o simplemente ser un parásito en esta sociedad de consumo. Cuando el pobre es de la familia lo que produce es vergüenza.

Por otra parte, hay que partir del hecho que la pobreza (existen diferentes niveles) no es sólo una cuestión de recursos económicos, sino que también implica falta de libertad para desarrollarse y gran dificultad para ejercitar los planes de vida.

Como dice Adela Cortina, cuatro son las razones que nos pueden llevar a rechazar al otro: en primer lugar, hay que señalar que generalmente el ataque no es personalizado a Pedro o a María, sino por lo que significan y pertenecer a un colectivo que es  repudiado (los pobres, los judíos, los musulmanes, etc.); en segundo lugar, se puede rechazar a ese grupo porque se le atribuyen características perjudiciales para la sociedad (todos los pobres son delincuentes o los judíos son mafiosos) aunque no se haya demostrado; en tercer lugar, porque pertenece a un colectivo que nos puede perjudicar (los emigrantes nos quitan los puestos de trabajo o la mayoría son terroristas, etc.), y por último, el odio a los demás se puede fundamentar (falsamente) en la creencia de una superioridad sobre los otros (los nazis se consideraban una raza superior a los judíos).

Y concluye Cortina (2017): “la aporofobia es un tipo de rechazo peculiar, distinto de otros tipos de odio o rechazo, entre otras razones porque la pobreza no es un rasgo de la identidad de las personas” (p.27).

 

Pobreza y salud mental

La relación existente entre pobreza y enfermedad mental se caracteriza por una retroalimentación directa. Es decir, a mayor índice de pobreza mayor posibilidad que aparezcan más personas con un trastorno mental, y también, el padecer un trastorno mental puede posibilitar el hecho de vivir en pobreza. Y esto es así, pues las personas que padecen un trastorno mental grave (esquizofrenia, trastorno bipolar, adicciones, etc.) tienen más riesgo de no encontrar trabajo, o de perder el que ya tenían, y, por lo tanto, vivir en situación de pobreza. Entre los factores que podemos señalar, que contribuyen esa interacción bidireccional entre pobreza y enfermedad mental están los problemas de vivienda, alta prevalencia del consumo de alcohol y drogas, desempleo, bajo nivel educativo, etc.

Para paliar esta retroalimentación directa no solamente es suficiente incrementar los ingresos económicos de los más desfavorecidos, sino también procurar disminuir las desigualdades sociales y posibilitar la cohesión social: necesidad de incrementar los recursos de carácter comunitario, relacionales y culturales. En definitiva, esto último es lo que puede contribuir a paliar el riesgo de enfermedades mentales.

 

Posible solución

Como bien dice Cortina, esta aversión al pobre tiene fundamentos biológicos e históricos y sociales que están impresos en nuestras estructuras neuronales, pero no nos determina a la fobia al pobre sino que nos condiciona en nuestra relación con lo que se vive como peligroso.

Ante esta situación es verdad que institucionalmente (los gobiernos y el estado) se deben tomar medidas para evitar la desigualdad, pero también es preciso que a nivel individual tomemos una actitud de acogida hacia el “diferente”, que se podría concretar en fomentar la hospitalidad.

La hospitalidad presupone el ofrecimiento de algo a alguien sin pedir nada a cambio, sin poner la mano para recibir una recompensa. Eso sí, el hospitalario no es un mendigo de amor (como el neurótico) sino una persona que es capaz de poner al servicio del otro su experiencia, su dinero, su saber y su tiempo.

Ser hospitalario con la minusvalía, con la carencia del prójimo, presupone partir de la propia conciencia de ser limitado; si somos dogmáticos, arrogantes y autosuficientes, podremos ayudar, pero no transmitiremos hospitalidad. Esta va unida a la capacidad de renuncia por el otro, aunque por ósmosis nos sintamos enriquecidos por la respuesta del ayudado. Se produce una acción como en los vasos comunicantes: un cambio en un punto cualquiera del circuito repercute de forma potencial en el otro extremo.

La hospitalidad es ayudar al otro, por el otro sin buscar la compensación inmediata, ni monetaria, ni siquiera afectiva. La experiencia de hospitalidad produce un sentimiento de bienestar, que no es posible describir. Ser hospitalario no se puede pesar ni medir. Se es o no se es. A partir de esta vivencia de ayuda uno descubre sus sombras y dificultades y puede iniciar un nuevo camino en su propia escala de valores y proyectos.

En nuestra “aldea global” es imprescindible crear un contexto en que todo nos sintamos cuidados y protegidos por el otro. Es lo que se consigue con una “cultura de la hospitalidad”, que se basa en el respeto hacia al otro, o aún más, situar al otro como el eje de nuestras vidas. En definitiva, la esencia misma de la hospitalidad es lo que declara la Carta de los Derechos Humanos: libertad, igualdad y fraternidad.