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Migrantes

Número 195, Julio - Agosto 2024

Hospedar a los invisibles

La diferencia no se plantea como algo vergonzoso, como un rasgo que tiene que ser disimulado, sino todo lo contrario, como riqueza, como un factor positivo, como un elemento de fecundidad. No es algo que alcanza a algunos miembros de la sociedad, sino que es un factum de la vida social, cultural, política, religiosa y moral. Nuestras sociedades han dejado de ser espacios de la uniformidad para convertirse, conscientemente, en espacios de la diferencia. Esta transición no se puede contemplar negativamente, sino positivamente, aunque plantea algunos problemas de difícil solución.

Una trama de actores sociales, procedentes de lugares y de universos simbólicos y culturales muy diversos, comparte el mismo escenario público y esto plantea nuevos retos, que tenemos que saber enmarcar dentro de los valores del humanismo. Hará falta reinventar el humanismo y someterlo a un análisis crítico que, demasiado a menudo, se ha convertido en un andamio intelectual al servicio del etnocentrismo y de la intolerancia.

 

Reinventar el humanismo

Del humanismo excluyente y eurocéntrico, propio de algunos hitos del pensamiento occidental, habrá que transitar hacia el humanismo “del otro hombre”, en palabras de Emmanuel Levinas, hacia un humanismo que reconozca a cualquier ser humano como persona, como alguien dotado de intrínseca dignidad, como alguien que tiene valor en sí mismo y que, como diría Immanuel Kant, no tiene precio y tiene que ser tratado, siempre y en cualquier circunstancia, como un fin en sí mismo y no sólo como instrumento.

El reto de la diferencia no afecta sólo a los que ejercen el poder de las instituciones públicas, sino a cualquier ciudadano, a cualquier actor social. De esto depende, en parte, el éxito o el fracaso de la cohesión social. La óptima recepción del otro no depende, exclusivamente, de las condiciones económicas, sociales y laborales de la sociedad de acogida (aunque tienen mucha importancia), sino del sistema axiológico vigente en esta misma sociedad.

 

Hospitalidad, física y mental

La acogida del otro extraño plantea graves interrogantes para la comunidad de acogida. ¿Tenemos que aceptar, de entrada, los valores, las actitudes, los procedimientos del huésped? ¿Aceptar incluso en caso de que pongan en cuestión los valores de la civilización de acogida? La hospitalidad consiste en acoger al otro extraño y vulnerable en mi propia casa. No hay hospitalidad sin acogida.

La auténtica hospitalidad se basa en el reconocimiento de la dignidad del otro. La situación del otro huésped nos tendría que hacer pensar en los orígenes y las razones últimas de su vulnerable situación y en el grado de responsabilidad que tenemos los anfitriones en esta situación.

La hospitalidad alcanza sus niveles más altos de perfección cuando coinciden la recta intentio y el recto modo. La recta intención es la que se basa en la dignidad del otro y el recto modo es el que se ejerce de una forma equitativa sin caer en ningún tipo de clasismo o elitismo. La acogida tiene que ser por definición universal, aunque evidentemente no siempre es posible.

La acogida requiere el respeto a la dignidad del otro, pero también el reconocimiento empático de sus necesidades. El huésped tiene necesidades y el anfitrión le acoge en su hogar para paliar, en la medida de lo posible, estas carencias. No obstante, el anfitrión, en tanto que ser humano, también sufre necesidades, pero él dispone de un hogar, de un ámbito de protección (también vulnerable) que se dispone a ofrecer al otro.

Podríamos definir la acogida como el preludio de la escucha. Cuando acogemos a alguien, damos hospitalidad a sus vivencias. La acogida es una actitud que facilita los encuentros, una calidad que podemos conquistar mediante un camino gradual de crecimiento humano. Consiste en una manera de ser, de establecer relaciones, de construir puentes. Nace de una experiencia positiva de nosotros mismos, vivida como don y como conquista del propio camino. Consiste en abrirse a los otros y en conocer la renuncia personal.

 

Ética de la acogida

El huésped, en tanto que ser humano, es susceptible de ser amado. Entre el huésped y el anfitrión nace un vínculo de afecto como consecuencia de la hospitalidad, un vínculo que hace al anfitrión mucho más vulnerable y dependiente de lo que ya era. Comunicación de afectos, intercambio de sentimientos, trasvase de experiencias y de ideas, encuentro de sensibilidades diferentes… El anfitrión sale de sí mismo, del círculo de su ego, para buscar al otro, para hacerle un sitio en su mente. Más allá del espacio físico, la hospitalidad requiere un espacio mental.

La hospitalidad es, más que una exigencia moral, una actitud espiritual, de atención y de respeto hacia el que es diferente, de respuesta a sus múltiples necesidades, y, a la vez, evoca la voluntad de conocer y de aprender con su presencia. Por esto, el forastero es un don, alguien que tiene que ser tratado siempre y en cualquier lugar como un fin, alguien que nos exige ampliar la mente y el corazón y, a la vez, que nos enseña valores y costumbres que provienen de otras tierras.

Contra las actitudes herméticas o xenófobas, que se amurallan en el miedo y alimentan todo tipo de prejuicios y tópicos, subrayamos la importancia de implementar socialmente una ética de la acogida, una actitud preferentemente solícita hacia las personas más vulnerables. Todo ello exige un profundo cambio de mentalidad que no implica únicamente a las comunidades educativas, sino también a las sociales, económicas, sanitarias y políticas.

 

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