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Aprender en la incertidumbre

Número 172, Septiembre - Octubre 2020

Ante la adversidad global: vinculación y responsabilidad

La adversidad

El ser humano es débil y finito, pero es ahí donde radica todo su potencial para crecer. En la adversidad, en muchas ocasiones, es donde encontramos nuestra fuerza. Es evidente que no debemos canonizar el sufrimiento, pero una vez que se produce puede ser trampolín para nuestra calidad de vida, aunque también es cierto que nos puede hundir más en nuestra angustia. La fuerza de nuestra vulnerabilidad se encuentra en la capacidad para buscar el apoyo del otro y sentir su respaldo y acogida en la dificultad. Si fuéramos omnipotentes no necesitaríamos al otro, ni descubriríamos nuestras fortalezas ocultas.

La adversidad es una “situación” en la vida del sujeto que surge de forma repentina o esperada (crisis evolutivas) y produce un cambio emocional, cognitivo y de valores, así como un desajuste en los niveles familiares, e incluso comunitarios. El “momento nuevo” puede estar revestido de sentimiento de pérdida, soledad, abandono, desamor, tristeza, etc. Esta “nueva situación” puede convertirse en el motor de la vida o bien producir un sentimiento de vacío y de disfunción de la existencia.

La adversidad global: la pandemia por coronavirus
     
La adversidad generalmente es imprevista (muerte de un ser querido, diagnóstico de enfermedad mortal, desempleo, ruina económica, etc.), que produce una ruptura en el devenir de la biografía del sujeto. Además, produce sensación de desamparo y un desequilibrio entre un antes y un después. Es una amenaza de pérdida de las metas conseguidas (económicas, sociales, psicológicas, etc.), que se presenta revestida de angustia, y un temor a lo desconocido que también lleva el sello del miedo y de esperanza en una solución satisfactoria.

La pandemia por coronavirus cumple a la perfección estas características: nadie esperaba su rápida difusión y sus altos índices de mortalidad; además, ha sido una vivencia inédita para pequeños y mayores (el confinamiento), ha supuesto una ruptura de la vida cotidiana de los ciudadanos y ha estado impregnada por la incertidumbre (se desconoce aún el tratamiento y la vacuna salvadora). Además, ha provocado una grave crisis económica que costará años en superarla.

Por otra parte, como dice la psicología, en la adversidad lo importante en sí no es la problemática que presenta, sino cómo respondemos ante el acontecimiento. Es decir, la superación de esta adversidad global va a depender fundamentalmente de los mecanismos compensadores que utilice cada persona. Lo esencial, pues, es la respuesta del sujeto. En nuestro caso concreto se puede sintetizar en dos vivencias: vinculación y responsabilidad.

La vinculación

Algo que ha puesto de manifiesto esta pandemia es que somos seres vinculares y necesitamos el contacto del otro, física y psicológicamente, para seguir viviendo. Por esto, durante la cuarentena se han multiplicado los contactos virtuales (videollamadas, WhatsApp, llamadas telefónicas, etc.) en un intento por suplir la relación física.

El otro no me es ajeno, sino que lo necesito para seguir viviendo y para crecer psicológicamente. El ser humano, pues, no es que sea relacional, sino que es relación. Es decir, necesita al otro (familia, amigos, compañeros) para vivir en el plano fisiológico (primeros años de vida) y también en el plano psicológico y social (resto de la vida): necesita compartir penas, alegrías, proyectos y fracasos. De aquí se desprende el respeto incondicional hacia el otro, incluido el diferente. 

La responsabilidad

V. Frankl, el creador de la logoterapia, señala dos pilares de la persona: la libertad y la responsabilidad. Defiende que el ser humano, siempre en cualquier situación de la vida, es libre para tomar una decisión u otra. Es cierto, que podemos estar condicionados por nuestra carga genética, nuestra infancia, nuestro contexto (familiar y social) pero nunca estamos determinados. Es lo que este autor llamó “la libertad para” que conduce a la realización del sentido, que en definitiva es la fuente de la felicidad.

El otro pilar es la responsabilidad. Uno es libre porque es responsable y viceversa, y por esto podemos afirmar que “la responsabilidad es esa capacidad de responder libremente a las preguntas que ofrece la vida, en cada situación que nos encontremos, así como de asumir las consecuencias o efectos de nuestras elecciones”. (Nobleja, 2000. Palabras para una vida con sentido. Bilbao: Editorial Desclée De Blouwer, p. 43).

Por esto, durante el confinamiento y posconfinamiento el mensaje fundamental de las autoridades sanitarias ha sido: hay que ser responsables. ¿De qué manera? Manteniendo una distancia saludable, el uso de las mascarillas y realizando el protocolo de lavarse las manos tras una acción de riesgo. En definitiva, podemos decir, que toda persona es responsable de sus actos en cada situación de su existencia.

Pero, también, podemos huir de nuestra responsabilidad si ponemos todo el mal en los gobernantes, en nuestros padres o en nuestras parejas para justificar nuestros actos, o bien, todo lo achacamos a la mala suerte o nuestra infancia traumática, por señalar solamente algunas de las excusas más frecuentes. Sin embargo, V. Frankl insiste que por encima de todos esos condicionantes el ser humano puede ser libre para responder con responsabilidad a lo que la vida le pide en cada instante.

Educar en valores

En este contexto cobra gran importancia la educación. La educación es un proceso personal de construcción del propio yo, que implica libertad y responsabilidad. En este proceso no podemos negar los condicionantes, pero V. Frankl señala que la persona siempre es libre para elegir y tomar sus decisiones.

Para V. Frankl educar en valores es “afinar la conciencia” para que la persona pueda descubrir un sentido en su vida, sobre todo en los momentos de adversidad: muerte, sufrimiento y culpa. Esto se podrá conseguir si partimos de una antropología que defienda que el niño no está determinado, sino que tiene capacidad para desarrollar todas sus posibilidades y minimizar sus limitaciones. Por esto habrá que posibilitar que el niño descubra todas sus potencialidades a través de un diálogo franco y confiando en él. Se impone pues una educación personalizada.

Otro aspecto clave en la antropología de V. Frankl es el concepto de autotrascendencia. Es decir, toda persona se orienta hacia algo o hacia alguien. Necesita al otro para seguir viviendo. De aquí la importancia de educar en el respeto hacia el otro, incluso el diferente. 

El objetivo de la educación, pues, es educar en la libertad, para la responsabilidad y el sentido de la vida.

Desde esta perspectiva educacional, la logoterapia es una práctica que se concreta en un deber: ayudar al otro a encontrar el sentido, su sentido de su existencia. Eso sí, el educador no puede imponer su sentido al educando, sino que éste está obligado a descubrirlo.

Pero esta “práctica de sentido” se debe vivir. El educador con su vida y conducta debería enseñar al educando el arte de vivir, dando respuesta sana a los interrogantes de la existencia. El educador deberá ir posibilitando que el niño aprenda a enfrentarse con las adversidades cotidianas (discusión con un compañero, suspenso en alguna asignatura, etc.) para cuando llegue “la gran adversidad” en la adultez sepa responder con responsabilidad desde la libertad.
    
La educación se debe entender como una formación integral: hacer, sentir, pensar y actuar, considerando al educando único, relacional, libre y responsable.
    
La educación debería preocuparse no sólo con facilitar conocimientos, sino favorecer actitudes que posibilite al individuo un bienestar integral. De esta forma, educaremos en valores. V. Frankl señala tres tipos de valores. Valores creativos: entendidos como la capacidad que tiene la persona de DAR (acción laboral, proporcionar una ayuda, ofrecer un consejo, realizar una acción beneficiosa para los demás, etc.). Valores vivenciales: toda persona tiene la capacidad para RECIBIR (la belleza del campo, el cariño de los otros, percibir la ternura de un niño, etc.) Es decir, recibir de lo que le rodea y la capacidad de vinculación. Por último, los valores actitudinales, que se basan en la capacidad de ejercer mi libertad, sabiendo que no soy libre para elegir lo que me ocurre, pero si soy libre para decidir cómo vivir eso que me ocurre.

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