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Adolescentes: vacío, evasión y pasión

Muchos adolescentes de nuestro entorno están asqueados de todo, pero, en lugar de marcharse indefinidamente, se fugan provisionalmente del mundo, con una única voluntad, con un único deseo que comparten todos por igual: olvidarse  de la vida que llevan.



Por Francesc Torralba

Nada les conmueve. Nada hace latir su corazón. Se podría decir que han alcanzado un estadio de indiferentia mundi, al modo estoico; sin embargo, tampoco dan muestras de serenidad, de paz, de esa paz, fruto del desasimiento, del desapego de todo objeto de deseo que tan ensalzan los míticos renanos. Contemplan pasivamente el mundo, pero con resignación. No vislumbran en él ni siquiera un ápice de eternidad; ningún vestigio de Dios.     No hay un gesto de rebelión en ellos. No luchan contra el absurdo; tampoco lo padecen trágicamente. No tienen valor para edificar un sentido alternativo. Se fugan. Optan por vivir pasivamente, como espectador y renuncian a toda acción, porque toda acción persigue, consciente o inconscientemente, un fin, se orienta hacia una meta que justifica el sudor, la descarga de energía y eso es, justamente, lo que descartan.


Adolecen de algo muy sutil, de algo mucho más complejo que un objeto físico, una propiedad o un juguete. Lo que les falta es un bien intangible, el único alimento que necesita el alma para experimentar el deseo de vivir, para persistir en este mundo: un para qué, un fin, una razón.


    No tener un para qué vivir es lo peor que puede sufrir un ser humano. Friedrich Nietzsche afirma que quién tiene un para qué es capaz de soportar cualquier cómo. La frase, recogida por Viktor Frankl, adquiere pleno sentido. Cuando uno tiene una motivación, un fin, es capaz de soportar cualquier situación, por inhumana que fuera, como los mismos Lager del Tercer Reich que el mismo Frankl padeció en propia piel.


    Lo que les falta a muchos adolescentes anónimos en las grandes urbes postmodernas, es el sentido de la existencia y este hueco que deja el sentido en el alma no se puede rellenar con cosas, informaciones, historias. Les falta la respuesta, pero silenciar la pregunta, no la resuelve.
    Quizás sea más sensato y honesto reconocer que no hay respuestas concluyentes, que cada cual debe desarrollar su búsqueda, pero ridiculizar a quien  pregunta, prohibir la cuestión o convertirla en tabú, es estéril. También lo es, mandarla al desguace de las preguntas sin sentido, de las nonsens questions, como dicen los filósofos analíticos anglosajones. Es una estrategia sutil, pero, encubiertamente es una forma de censura.


    La pregunta por el sentido no es una pregunta mal formulada, ni es la consecuencia de un mal uso del lenguaje. Tiene sentido, a pesar de no disponer de una respuesta concluyente; evoca una necesidad humana, una carencia metafísica que está en la entraña de la criatura racional. Despreciarla no resuelve nada, porque sigue estando ahí; no desparece. Si algo existe, existe; aunque lo que exista sea una pregunta que cuece en el fondo del alma.
    La pregunta por el fin está latente en la mente humana. No sólo interesa responder a la pregunta por lo que algo es. También interesa el cómo es y el por qué es; pero todo ello no resuelva la más peliaguda y humana de las preguntas, a saber, para qué es.


    Esta cuestión emerge, con ímpetu, en la adolescencia y en la juventud. Los maestros y los profesores del ámbito escolar lo saben por propia experiencia. En la vida adulta se hace especialmente problemática y respecto a lo que sucede en la ancianidad prefiero guardar silencio, porque no conozco, todavía, esta etapa de la vida humana.
    El para qué desconcierta y atemoriza. El cómo nos da seguridad. El niño se pregunta por el fin que tienen las cosas, los procesos, los movimientos. No le interesa saber sólo cómo son las cosas, cuál es su fisiología y cuáles sus características externas e internas. Se pregunta por la causa final: desea saber cuál es su fin, para qué están, quién las creó, si es que alguien las creó, y, con qué finalidad en tal caso.
    El adulto siente la tentación de decirle que las cosas son como son y que no tiene sentido preguntarse para qué son, pero el adolescente siente el deseo de buscar el fin, el para qué de cada cosa. La cuestión por el fin es, para él, la central y no se cansa de indagar hasta que obtiene alguna respuesta que le resulte plausible.
    Todas las preguntas que se puedan formular sobre la finalidad de las actividades que desarrolla el ser humano a lo largo de su vida convergen en la pregunta por el sentido de la existencia.


    Los adolescentes experimentan la necesidad de sentido, una necesidad de índole espiritual que sólo ellos pueden descubrir si indagan en el fondo de su ser.  Los demás pueden dar testimonio de lo que mueve sus vidas, de eso que les aguanta en las horas difíciles, de eso que les sostiene cuando todo se derrumba.
    Hay quienes viven sostenidos por el arte, por la danza, por la música, por la literatura, por la poesía. Otros por la justicia social, por la pacificación del mundo, o por la liberación de la mujer. Los hay que viven ilusionados esperando un encuentro, el encuentro con una persona amada, la realización de un amor imposible. Ese hipotético encuentro en el futuro les mantiene a flote en las horas más amargas de su existencia, les estimula a seguir viviendo, a no tirar la toalla.
    Otros hallan el sentido de sus vidas en la creación, en la producción de algo singular en el mundo, porque ven en ello un modo de inmortalizarse, de dejar rastro, vestigios del yo en el mundo. Todas estas fuentes de sentido, estos focos de movilización varían según personas y contextos.  


    La pasión es el fundamento de la existencia, pero la pasión siempre tiene un objeto, una referencia. Es la energía que nos sostiene, que nos impulsa, que pone en movimiento todo nuestro ser. La vida nace de la pasión y la pasión es un signo evidente de vitalidad.
Cuando a uno ya no le apasiona nada, ni siquiera se apasiona por el dinero, está medio muerto. Vive sin vivir, se desliza por la existencia. Cuando, en cambio, uno se apasiona, se desvive por lo que ama, por lo que anhela, vive fuera de sí, su centro está en el exterior y este desvivirse es, paradójicamente, el modo más intenso de vivir.
    La pasión siempre tiene un objeto. Uno se apasiona por algo o por alguien, por una meta o por un objetivo. Cuando la pasión no tiene objeto, se desvanece; pues necesita un estímulo para cobrar vida, un imán, un polo de atracción.  
    La pasión es lo que mueve al ser humano, pero también la más potente fuente de sufrimientos. Quizás, el problema está en ubicar la discusión en el plano de los argumentos, de los razonamientos. Quizás la clave está en despertar en los adolescentes la pasión por algo, lo que fuere, pues el que no está apegado a nada, el que no está vinculado a nada; le da igual estar unido a los demás que estar separado.