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Los santos inocentes. La infancia que sufre

Número 137, Noviembre-Diciembre 2014

Cuando pensamos en la infancia que sufre

Si pidiésemos opinión sobre las características de la infancia se barajarían palabras como “ilusión, juego, esperanza, vida, sueños, desarrollo, fantasía, imaginación, ternura, travesuras”, y un largo etcétera. Sin embargo, dentro de las características que los adultos diríamos no estaría la palabra dolor, sufrimiento, miedo, desesperación. Tal vez porque a los mayores nos duele de manera especial el sufrimiento de los niños y queremos ocultarlo, taparlo, paliarlo, aunque no siempre con éxito, o tal vez porque nos falta empatía para entender el mundo infantil.

Por Consuelo Santamaría,Psicopedagoga, Máster en Counselling, Duelo y Humanización.

 ¿Y esto por qué? Porque cuando pensamos en la infancia que sufre parece que todo se desvanece ante nuestros ojos. Cuando vemos a un niño llorar con sentimiento y pena da la impresión que el sol deja de brillar en esos momentos y que nuestra tierra firme se torna en arenas movedizas y esto es precisamente por nuestra pequeñez e impotencia.

¿Cómo quedarnos impasibles ante la angustia del niño, de nuestro niño, de nuestro hijo, que va a someterse a una intervención quirúrgica grave?, ¿cómo no desear sufrir en lugar de ellos o por ellos cuando se rompen un brazo y lloran de dolor y sin consuelo?

Restringir el sufrimiento infantil al dolor físico sería un reduccionismo ignorante e implicaría un desconocimiento de la realidad del mundo infantil. El niño sufre en todas sus dimensiones, ya sea cognitiva, física, emocional, relacional o espiritual. Las capacidades son fuente de dolor de los pequeños. El “listo” y el “tonto”, el que “todo lo hace bien” y “el que todo lo hace mal”, el que “sabe mucho” y el que “duda de todo”…, todo esto va minando la autoestima de los niños, se sitúen en el polo que se sitúen, y se va convirtiendo en altivez, engreimiento, arrogancia o desprecio de sí mismo y minusvaloración.

Esto lleva implícito, como es obvio, una alta dosis de sufrimiento personal. Las emociones son un torrente impetuoso que lleva a la impulsividad, a los arrebatos infantiles, a la pérdida de control, a la irreflexión. Esto se opone al equilibrio, la introspección y la armonía interior.

Son precisamente los niños los que viven sus emociones de manera más turbulenta, ruidosa y perturbadora y esto puede derivar en marginación y desprecio de sí mismo, con el consiguiente abatimiento, tristeza y dolor que en muchos niños llega a ser insoportable. Y no digamos ya el tormento que emana de las relaciones, “nadie me quiere” me decía Alberto de 9 años, “nadie quiere jugar conmigo, yo soy la basura del colegio”.

Les invito a hacer un ejercicio de empatía: “¿Cómo me sentiría yo para decir que nadie me quiere y que soy la basura de...?, ¿cómo se puede sentir un niño para decir esto de él mismo?, ¿qué ha pasado en su vida para que en un período tan corto, 9 años, sus experiencias le hayan llevado a decir esto? O ese niño que me decía “quiero morirme. Todo me da igual”, con una tristeza en sus ojos que irradiaban un lamento angustioso cargado de dolor.

¿Cómo podemos pensar que la dimensión espiritual de este niño es armónica, qué sentido tienen su vida en esos momentos? Preguntas que nos deberían cuestionar y que nos las cuestionamos cuando nuestros niños cercanos, o los que atendemos en el centro de escucha nos manifiestan su pena y aflicción.

Los tenemos cerca, les ponemos cara, tienen nombre y apellidos, pero ¿cómo nos sentimos ante esos niños, de aquí, de ahora, de España, que sufren intensamente, pero que no ponemos cara? Cuando el niño sufre por una enfermedad no hay más remedio que aprender a aceptar la vulnerabilidad humana, pero cuando el niño sufre por el egoísmo de los demás ¿qué hacer?, por ejemplo, el egoísmo de las farmacéuticas en torno al TDHA (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad).

Recientemente ha salido un libro que se llama “Volviendo a la normalidad: la invención del TDAH y del trastorno bipolar infantil” en el que se analizan los conflictos económicos de las farmacéuticas fabricantes de derivados anfetamínicos con que se medican a estos niños y muestran con toda crudeza los efectos adversos de estos fármacos en los pequeños.

Afortunadamente hay voces de médicos, psicólogos y psiquiatras que denuncian y previenen este sufrimiento gratuito. O qué decir de la situación tan tremenda que vive la infancia en nuestro país actualmente a causa de esta crisis egoísta que devasta la vida familiar de muchos y arrasa con los más débiles, los niños. Los datos de Unicef son contundentes “2.306.000 niños sufren los devastadores efectos de la pobreza en nuestro país. Eso representa el 27,5% de la población infantil.

Para hacerse una idea de lo que esto significa: se considera que una familia integrada por dos adultos y dos menores está en riesgo de pobreza cuando viven con menos de 17.040 euros al año. Es decir, 4,260 euros para mantenerse cada uno de ellos durante los doce meses”. (Tercer informe del Comité Español de Unicef).

Esto se traduce en carencias, desesperación, marginación, sufrimiento, al no poder pagar el alquiler, no poder llegar a fin de mes, no poder comer carne o pescado con la frecuencia necesaria para el desarrollo y con esto, se puede llegar a la locura, como me decía una niña, hace unos días, que empecé a atenderla porque su papá había matado a su mamá. Esta niña cree que esto pasó porque no había dinero en su casa.

¿Podemos imaginar el grado de dolor de esta niña y de tantos otros que sufren por la violencia, por una pobreza crónica que hace enloquecer a muchos, por los abusos, por la marginación? El dolor, la muerte, la indigencia, la necesidad, la locura, la violencia, el terror, son también, y desgraciadamente, palabras que definen la infancia en el mundo y en nuestra querida España.

Pero el niño tiene la magia eléctrica de la propia vida que se desarrolla y el sentido del humor, la ilusión, la fantasía no los pierden incluso en los momentos más difíciles de su corta vida. Están ahí en lo más hondo de su ser.

Sólo hace falta saber rescatarlo con un cuento, con un chiste, con una canción, con un mensaje de esperanza. Sólo hace falta que alguien se acerque y los escuche, se siente con ellos y los ame intensamente, sólo hace falta que un adulto se haga niño con ellos y los ayuden a ser resilientes.

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