Ser joven, hoy
Enero-Febrero 2023
"Lo malo de la empatía"
También Paul Bloom se había tomado la guerra por su parte para escribir “Contra la empatía. A favor de una compasión racional”, un libro nacido de la confusión de los términos. No pocos autores han querido poner apellidos: empatía racional, empatía emotiva, interés empático, empatía terapéutica… para solucionar la babel creciente.
Y ahora toca subrayar también la cara oscura de la empatía y sus riesgos. Lo hacen menos autores con rigor. Es también una fácil recurrencia para defenderse quienes piensan que es mejor no implicarse en la vida del prójimo, no comprometerse demasiado.
La brecha de la empatía
En los espacios de formación sobre counselling o relación de ayuda profesional, es frecuentísimo que los alumnos –sobre todo en algunos ejemplos paradigmáticos- evoquen la necesidad de haber pasado por la situación del ayudado para comprenderlo. ¿Quién puede comprender a una mujer mastectomizada sino otra que lo haya sido, o a alguien que ha perdido a un hijo o a su pareja, sino otro que haya pasado por una situación semejante? ¿Quién puede comprender a una madre, sino otra? Y, sin embargo, quizás este planteamiento sea un error.
Algunos estudiosos se empeñan en afirmar que haber pasado por la misma situación que el otro es, más que otra cosa, una dificultad para el despliegue de la empatía. Se empeñan en mostrar que algunas personas que habían tenido dificultades en el pasado, mostraban más dificultad para comprender a quienes las tenían ahora, también por el hecho de haberlas superado o por el modo concreto como se habían afrontado, que no necesariamente era el que tenían los demás. Es lo que Nordgren llama brecha de la empatía.
Por eso, aunque los grupos de mutua ayuda se apoyan justamente en aprovechar la experiencia para comprender a los que se encuentran en situaciones semejantes, no es una ecuación de una sola incógnita. El razonamiento habitual de que hay que haber pasado por una situación para comprender a otro que se encuentra en ella, es solo limitado.
La empatía, en realidad, evoca la necesidad de captar la especificidad de la experiencia del otro. Evoca la intensidad del sufrimiento que le produce. Pero la empatía no reduce la comprensión a quien ha pasado por la misma situación. Ni excluye a los que se han liberado de ella. El ejercicio actitudinal de la empatía requiere desplegar los músculos de la mente y el poder de la escucha, la clave fundamental de la genuina comprensión empática.
Recordar lo que supuso una experiencia desagradable en el pasado, para comprender a quien la vive en el presente, no es fácil. Hay una brecha. Es la “brecha empática”. Aunque podemos recordar que una experiencia resultó dolorosa, estresante o emocionalmente difícil, tendemos a subestimar cuán amarga llegó a ser la experiencia en su momento. Y esto, hay que reconocer, dificulta la empatía.
Hiperempatía
Actualizar la empatía en las relaciones de ayuda, lejos de ser un mero caerse bien o sentir que la comunicación es fácil, tiene un precio. La empatía en situaciones de sufrimiento, no es gratis.
Comprender el malestar de una mujer embarazada en su deambulación o en la conducción, la torpeza experimentada en todo el cuerpo, podría facilitarse incluso con aparatos técnicos, como lo hizo la Ford, para buscar cómo ponerse en el lugar de los clientes al producir vehículos. También puede hacerse simulando la visión borrosa y la rigidez en las articulaciones que padecen los conductores mayores. Sin embargo, esto es emocionalmente gratis.
No es gratis, en cambio, lo que les pasa a los profesionales de la salud, de la intervención social, de la gestión de recursos humanos, cuando sacrifican necesidades propias para acompañar procesos difíciles, cuando se gastan en sus horas añadidas, experimentando una fatiga por compasión, por estar habitualmente relacionados con el mundo de las dificultades. Sabemos que la fatiga por compasión es compatible con la satisfacción por compasión, pero es también limitante. El exceso de implicación o hiperempatía, o la frecuencia de contacto con quien está mal, tiene un precio que puede limitar, disminuyendo la capacidad de percibir la originalidad y exclusividad del malestar del otro. Se pierde parte de la capacidad de absorción, de asombro, de hospitalidad compasiva, siendo habitual el encuentro con situaciones de gran sufrimiento.
Saber retirarse, equilibrar la implicación, gestionar bien el sufrimiento vicario, rotar lo suficiente en turnos y servicios, contar con apoyo o desahogo “balint”, cultivar una oportuna espiritualidad y vida de ocio, tener variedad de intereses profesionales y personales, son algunas claves que pueden prevenir de la hiperempatía dañina que genera mal al ayudante (produciendo respuestas silenciadoras al malestar del otro), y al ayudado, que será más relegado a la incomprensión.
Distorsión ética
La empatía puede provocar lagunas en el juicio ético. Esta era una de las mayores objeciones de Paul Bloom en “Contra la empatía”. Ponerse en el lugar del otro, podría llevar a juicios morales que lleguen a justificar o disculpar al agresor, o a minimizar el daño recibido por la víctima.
Hay quien dice que el psicópata sí tiene potencial empático. Lo que le pasa es que ha aprendido patológicamente a aprovecharse de la víctima para el propio beneficio, sin la resonancia emocional del sufrimiento vicario, pero comprendiendo las dinámicas de su presa, de la que abusará justamente aprovechando la capacidad empática. El psicópata carece de la vivencia de empatía. Puede “entenderlo”, conocer sus fisuras y, de esa manera manipularlo. El dolor del otro, físico o psíquico, lo entiende, y a veces, haciendo un análisis intelectual del fenómeno. El proceso de cosificación del otro, lo aleja más aún de la posibilidad de la empatía emotiva y de la conducta que se derivaría de ella.
La complementariedad del concepto de empatía cognitiva y empatía emocional sirve para percibir cómo puede haber error en las valoraciones éticas de quien se identifica solo parcialmente con el otro. Una especie de lealtad ante el agresor como ser humano, podría llevar a anestesiar el juicio ético justo, por comprender –y erróneamente justificar- todo aquello de lo que es posible la condición humana.
No cabe duda de que “ponerse en lugar del otro” puede ser el error cometido por quien quiere ser empático si esto es un ejercicio meramente imaginativo o de intuición, o meramente emocional. La verdadera empatía, la que defendemos, la que entendemos en su dimensión conductual, emocional y cognitiva (comprender y transmitir comprensión), requiere, sobre todo, hacer un ejercicio de escucha. Solo la narración del otro, la descripción de su malestar, los detalles, los sentimientos, las significaciones… son el camino de la buena empatía, la genuina, la que supera los límites y falsos sentidos que está recibiendo el concepto socialmente.
Decía Jung que “solo el médico herido cura”. Pero afirmaba así esa necesidad de contacto con la propia humanidad, en su fragilidad radical, en su variedad de situaciones de vulnerabilidad y fragilidad, para poder comprender la experiencia ajena, no la necesidad de haber pasado por toda enfermedad. Hacerse cargo de la experiencia vital del otro pasa por conseguir responder a la pregunta ¿dónde está él?, no solo ¿cómo estaría yo en su situación? El otro es él, no una proyección mía, ni una imaginación, ni un constructo del ejercicio intuitivo. Hacerse cargo de la respuesta que cada uno da a la vieja cuestión: ¿dónde estás?, es una empresa ardua, hermosa, terapéutica, costosa, productiva. Con límites, si no definimos bien el objetivo y el concepto de empatía. Al ponerse de moda la palabra, se requiere también su oportuna definición, la aclaración de sus límites.